¿Por qué estás lejos, oh Señor? | Mariano Arellano

Las circunstancias más duras en la vida son las que a veces nos hacen plantearnos las preguntas más incómodas desde la fe cristiana. Y es que desde siempre el creyente ha encontrado grandes dificultades en reconciliar la realidad del dolor, la tragedia y la injusticia por una parte, con la firme convicción de un Dios bueno y todopoderoso por otra…

La propia Biblia recoge muchos testimonios personales de esta vieja lucha y así podemos encontrar en la Sagrada Escritura una fe que clama y por momentos se rebela con una honestidad y franqueza que pueden llegar a sorprendernos.  Oímos al salmista clamar por ejemplo:

         (Salmo 10:1) “¿Por qué estás lejos,  oh Señor,  y te escondes
                  en el tiempo de la tribulación?”

         ó  (Salmo 22:1-2)  “Dios mío,  Dios mío ¿Por qué me has desamparado? ¿Por        qué estás tan lejos de mi salvación,  y de las palabras de mi clamor?.  Dios mío,     clamo de día,  y no respondes;  y de noche,  y no hay para mí reposo

Nuestro Señor Jesucristo haría suyas las palabras de este Salmo 22 en la oscura hora de la cruz. Y es que, a veces, nuestra percepción es que precisamente en los momentos de mayor angustia es cuando menos sentimos la cercana compañía de Dios.  Como la escena que dibuja el Evangelio cuando los discípulos fueron presa del miedo en aquella barca que se hunde y en la que Jesús aparece dormido ante sus ojos.

En otras ocasiones  nuestras mentes,  en un intento de explicar aquello que nos sobrepasa,  pueden llegar a pensar que la tragedia o la enfermedad obedecen al modo en que Dios imparte justicia en este mundo. Como cuando los discípulos,  ante la cruda realidad de un ciego de nacimiento,  preguntaron al Maestro:  “¿Quién pecó,  éste o sus padres?”.  Hemos de ser muy cautos y humildes a la hora de intentar amoldar a Dios en nuestros limitados esquemas humanos.

La Palabra de Dios no rehuye este delicado asunto y aunque no nos ofrece fórmulas cerradas ni respuestas definitivas,  sí que nos ayuda a entender que a lo largo de la historia humana el Señor no ha estado indiferente ni ausente,  más bien hace algo extraordinario;  asumir nuestra fragilidad para redimirla,  solidarizarse con nuestra condición humana hasta un punto ciertamente conmovedor y que desde la fe cristiana llamamos:  el misterio de la Encarnación.

Nuestro Señor Jesucristo vino a este mundo como el Dios que habita entre nosotros para mostrarnos hasta qué punto nos ama.  Hay unas palabras del profeta Isaías que la tradición cristiana identificaría más tarde con Jesús de Nazaret y que nos hablan desde el misterio y la belleza de esta realidad:

         (Isaías 53: 4-5)  “Ciertamente llevó él nuestras enfermedades,  y sufrió       nuestros dolores;  y nosotros le tuvimos por azotado,  por herido de Dios y   abatido.  Más él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados;  el castigo de nuestra paz fue sobre él,  y por su llaga fuimos nosotros curados

El Dios de Jesús no está lejos de nosotros y no es ajeno a nuestro dolor.  Él es el Dios que cura,  no que hiere… es aquel que lleva nuestras enfermedades,  no las envía… es aquel que camina a nuestro lado sean cuales sean las circunstancias y de un modo especial cuando nos toca transitar por el camino estrecho del dolor o la enfermedad como nos ocurre ahora;  siempre para darnos su consuelo y para seguir poniendo en cada corazón la paz y esperanza que sólo pueden venir de su mano.

Ante él elevamos nuestro clamor y súplica,  confiando siempre en la gracia y amor que Jesús nos mostró.
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Pastor Mariano Arellano, Mérida y Miajadas, Badajoz

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