El undécimo mandamiento | Ricardo Moraleja

Pastor Ricardo Moraleja, Iglesia de la Esperanza, Móstoles, Madrid

Ha fallecido un mundo, y el que sobrevive ni siquiera 
concede al muerto una ceremonia funeraria digna. 
(Joseph Roth)


Estas semanas, en las que buena parte del quehacer humano se ha detenido y en las que millones de personas nos hemos visto obligadas a recluirnos en nuestras casas y, con aflicción, ser testigos de las elevadas cifras de infectados y fallecidos por un virus minúsculo, pero que ha creado un problema mayúsculo, están siendo un buen momento para preguntarnos si, una vez haya pasado esta situación, habremos aprendido algo, si saldremos de nuevo a la calle habiendo descubierto alguna lección de esas de vida o muerte. 

Lamento decir que a este respecto no soy excesivamente optimista, porque los seres humanos, como dice José Antonio Marina, cambiamos con mucha lentitud, y me temo que cuando pase la situación de emergencia volveremos a los hábitos que hemos tenido siempre, sin considerar suficientemente los destrozos personales, intrapersonales, y planetarios que estábamos ocasionándonos con la forma de vida que hasta ahora llevábamos.  Me gustaría equivocarme, pero creo que todo esto no ha sido aún lo suficientemente traumático para hacernos “cambiar”, porque en este caso el cambio afecta a las creencias, a los hábitos afectivos, a las costumbres, al actual sistema de consumo y los hábitos emocionales, y eso no pasa porque hayamos estado dos meses confinados, o saliendo a la calle con guantes y mascarillas.  Y, sin embargo, no podemos, no debemos volver a la anterior normalidad sin más. Este nuevo tiempo exige adoptar un nuevo mandamiento. 

REPARACIÓN DEL MUNDO

Lo vivido y pensado en estos días me ha hecho recordar un antiguo relato cabalístico que me contaron en mis tiempos de estudiante de filología semítica. La historia era más o menos así: 

Cuando Dios estaba creando el mundo decidió contener toda su luz dentro de un recipiente, pero la luz lo rompió en mil pedazos, por eso el mundo que conocemos está literalmente roto y necesita reparación, es decir, percibir en medio del desorden mundial la luz de Dios y volver a reunir los fragmentos dispersos del recipiente, para así dar forma al mundo según el diseño de Dios.  

Desde nuestra mentalidad cristiana llama mucho la atención que, según esta antigua historia, Dios creó el mundo, pero no lo concluyó y, por tanto, aún no ha llegado a ser como Dios lo imaginó y quiere que termine siendo. La Creación está inconclusa hasta el día de hoy. Él la inició, y después creó a los seres humanos para que nos sumásemos a su tarea creadora.  En las páginas de Génesis (2,19) sentimos un eco similar, aunque no exactamente igual:  

Entonces Dios, el Señor, modeló con arcilla del suelo todos los animales terrestres y todas las aves del cielo, y se los llevó al hombre para que les pusiera nombre, porque todos los seres vivos llevarían el nombre que él les pusiera.

Según este segundo relato de la Creación, más allá de poner nombre a los animales, la invitación de Dios al ser humano es a participar del proceso creacional, pues poner nombre (nominar) en la tradición semítica conlleva la función de dar razón de su existir. Así pues, cada ser humano tiene el compromiso de participar en la creación de Dios. 

Sumando ambas tradiciones, la genesiaca y la cabalística, podríamos decir que el ser humano tiene la responsabilidad de participar en la Creación, ya no poniendo nombre a los animales, sino aportando lo mejor de sí para reparar el mundo, es decir, recolocar de nuevo los pedazos dispersos que recojan la luz de Dios. A este mandato se lo conoce con el nombre hebreo de Tikún Olam, (תיקון עולם) es decir, reparar el mundo. 

Este nuevo mandato, al que quizás debiéramos bautizar como el undécimo mandamiento, nos recuerda que la Tierra está en nuestras manos, y somos responsables de su cuidado, más aún, de su conclusión o, en el peor de los casos, de su total aniquilación. 

Pero es posible que nos sintamos impotentes ante tal responsabilidad. Es posible que desde nuestra aparente insignificancia y vulnerabilidad nos sintamos incapaces de hacer lo necesario para revertir la situación y empezar a actuar con más cordura y responsabilidad. Es posible también que, interpelados por este nuevo mandamiento, nos planteemos por dónde debemos empezar la reparación del mundo.  Pues bien, el proceso de reparación del mundo, nos dicen los sabios de Israel, debe empezar por nosotros mismos. Debemos ser capaces de mirar hacia dentro, de mirar muy profundamente y de reconocer los errores que hemos cometido, no para quedarnos paralizados por la angustia de sentirnos culpables, sino para considerar que cada uno de esos errores es una oportunidad para empezar a cambiar. Esto requiere esfuerzo, dedicación y trabajo, pero conlleva la recompensa de saber y sentir que estamos aprendiendo de los errores, y aprovechando la oportunidad de cambiar el rumbo. 

A través de este primer proceso de reparación interna pasamos a la segunda fase: mirar hacia afuera, es decir, encontrarnos con este mundo y descubrir cuáles son las cosas y las personas que requieren esa reparación. 

Este es un proceso continuo y cíclico: primero, se toma conciencia de los errores y los fracasos personales con el fin de reorientarnos en su reparación y, seguidamente, se hace lo mismo con todo y todos los que nos rodean. Evidentemente, esto es algo que va a implicar desafíos cotidianos porque siempre habrá cosas que mejorar, que arreglar, que corregir, pero si asumimos el compromiso y la tarea, estaremos dando pequeños pasos en la dirección adecuada, y estaremos haciendo posible que este mundo sea un lugar mejor. 

Este es el desafío y el compromiso que como seres humanos tenemos: corregirnos para empezar a corregir el mundo. Tratar de mejorarlo, hacer de cada error la oportunidad de crecimiento, de cada fallo la oportunidad de aprender, para que cuando pase el tiempo (y que sea mucho) y miremos atrás, podamos ver el camino recorrido y decir que hemos dejado el mundo un poco mejor que como lo encontramos. 

EL VALOR DE LAS PEQUEÑAS SEMILLAS

Pero es posible que no acabemos de creernos que con nuestras pequeñas acciones particulares y colectivas podamos hacer algo realmente significativo en el proceso de reparación del mundo. Es posible también que nos sintamos abrumados y atemorizados ante el reto de asumir como forma de vida este undécimo mandamiento del Tikún Olam. Si es así, entonces conviene recordarnos lo que un día el Maestro de Galilea les dijo a sus amigos:  

¿A qué compararemos el reino de Dios? ¿Con qué parábola lo representaremos? Es como el grano de mostaza, que, cuando se siembra, es la más pequeña de todas las semillas de la tierra; pero una vez sembrado, crece más que todas las otras plantas y echa ramas tan grandes que a su sombra anidan los pájaros. 
(Marcos 4,30-32. BLP)

Esta bien, admitamos que somos pequeños granos de mostaza, y siendo así hay una pregunta que nos ronda: ¿qué puedo hacer yo para convertirme en un gran arbusto con ramos tan grandes que permitan anidar pájaros? ¿Qué puedo hacer yo para mejorar significativamente este mundo tan desgastado y roto?  Es posible que lleguemos a la conclusión de que nosotros no podemos hacer nada suficientemente importante, porque la auténtica reparación del mundo solo la pueden conseguir los poderosos, los líderes políticos, los responsables de las macroeconomías, los grandes organismos internacionales, las organizaciones humanitarias, etc. Pero si pensamos así, tal vez estemos equivocados. Al menos eso es lo que dice esta breve parábola de Jesús.  

El Maestro de Galilea no era un ingenuo ni un idealista con pájaros en la cabeza. Jesús no estaba ciego ante las realidades tan destructivas y nocivas que nos rodean, pero todas esas realidades no le impedían ver a Dios reinando, a Dios salvando, a Dios presente en medio de todo ese mundo de muerte, de mentira, de hipocresía, de injusticia, de destrucción de lo humano y lo medioambiental. En medio de todo ello, descubría que Dios está presente. Y así nos reveló que, a pesar de todo ello, aún sigue habiendo semillas de vida, semillas de esperanza iluminadas por aquella luz de Dios que rompió el recipiente que la contenía. En medio de un mundo roto, aún es posible otro modo de vivir, es posible otro modo de relacionarse, es posible otro mundo. De eso va lo del Reino de Dios: no dejar nunca de creer que otro mundo es posible, y cada uno de nosotros, por pequeños “granos de mostaza” que seamos, somos necesarios para que se haga plena realidad ese mundo mejor. 

Jesús mira a su alrededor, y ve presente el reinado de Dios, ve que es posible vivir en la justicia, si cambiamos nuestro modo de mirarnos a nosotros mismos, y nos sentimos amados; si cambiamos nuestro modo de poseer, y empezamos a compartir lo que somos y tenemos.

Jesús mira a su alrededor, y ve presente el reinado de Dios, ve que es posible vivir en la verdad, si abandonamos nuestros miedos y somos capaces de hablarnos todos, unos a otros, «de corazón a corazón»…

Jesús mira a su alrededor, y ve que “otro mundo es posible”, y es posible, si empezamos a darnos cuenta del valor que tienen la vida, el aire limpio, la naturaleza, los ríos y el azul del cielo, la calidez de un abrazo...

Desde ahí, desde esta nueva forma de mirar la vida y lo que nos rodea, empezamos a dejar crecer en nosotros ese mundo reparado y que se percibe en nuestras relaciones familiares, con nuestros vecinos, con nuestra iglesia, con nuestros compañeros de trabajo, con nuestra sociedad.

Y si esta parábola nos invita a contemplar el poder de lo pequeño, también es una invitación a la confianza en Dios y a la paciencia con nosotros mismos y con los demás. No olvidemos que los grandes cambios son el fruto maduro de una espera paciente y confiada en el poder de una semilla pequeña, que necesita su tiempo para desarrollarse, para crecer, para madurar; una semilla que lleva en sí misma ese poder de vida, porque es una semilla que ha colocado Dios mismo en lo más profundo de nosotros mismos; y no es otra cosa que ese anhelo de una verdad absoluta; de una justicia absoluta y de una vida verdadera, a la que siempre aspiramos, y que nunca alcanzamos plenamente.

Pero la parábola también conlleva otro fruto  de esperanza y tranquilidad, pues nos enseña que una vez que hemos hecho todo lo posible, todo lo que dependía de nosotros, una vez que hemos abierto nuestra mente y nuestro corazón a esa palabra de verdad que viene de los más profundo de nosotros mismos, es decir, de Dios; no nos queda otra cosa que dejarlo todo en sus manos y confiar en que la fuerza de vida de esa semilla se despliegue y produzca en nosotros, y en nuestro entorno, su fruto.

La parábola nos invita a ver el mundo desde la mirada de Jesús. Pero es cierto que no es fácil acostumbrase a ver la vida como él lo hacía,  porque cuando observamos nuestra realidad circundante lo primero que percibimos es el poder de los más fuertes, el poder de los que no tienen escrúpulos, de los que manejan en beneficio propio los poderos económicos y políticos; ante todos esos, que aparentemente son los triunfadores, esta parábola nos dice que el futuro no les pertenece, que el futuro es de Dios, el futuro es del poder de esa pequeña semilla en cada uno de nosotros que muestra su asombroso poder a través de nuestras pequeñas acciones reparadoras del mundo. Más aún, esa pequeña semilla es capaz de crecer y desarrollarse por sí misma, hasta producir una cosecha abundante.

Contra todas las apariencias de la historia, el único reino que permanece y crece constantemente en la historia es el reino de lo sencillo y auténtico; el reino del servicio y de la entrega; es el reino de la justicia y la solidaridad; el reino de la ternura y la compasión… y todo eso no son más que fragmentos de aquel primigenio recipiente de la luz de Dios que tenemos el mandato de reunir de nuevo para reparar el mundo.  

Bienaventurado Tikún Olam a todos. 

Pr. Ricardo Moraleja Ortega
Iglesia de la Esperanza (Móstoles)

Comentarios

  1. Gracias a Ricardo Moraleja por compartir esta reflexión y ayudarnos a ver la belleza en lugares humildes, donde otros no ven nada.

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  2. Interesante articulo Ricardo. Buen trabajo. Gracias. El Valor de "l'infiniment petit". En los 80 André Gluksman: "Le 11ème commandement: Que rien de ce qui est inhumain ne te demeure étranger"

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  3. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  4. Me ha parecido ilusionante y esperanzador. Necesitaba escuchar algo así, pues estaba cayendo en el desánimo de tu pensamiento inicial, esta crisis no nos va a cambiar tanto como pensabamos. El ser humano a veces, es demasiado "zoquete" y egoísta, sobretodo en cuanto al cuidado del planeta se refiere...pero me agarro con fuerza a ese granito de mostaza, que desde lo pequeño, desea formar parte del cambio y la mejora. Gracias.

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